lunes, 23 de junio de 2008

Reportaje a Felipe









Este fin de semana salió publicado en la revista Paula el reportaje que le hice a Felipe. Es su historia. La historia que me inspiró para escribir el cuento con el que gané el concurso. Es una historia fuerte. Muy fuerte. Pero vale la pena escucharla. Leerla. Para darse cuenta que hay gente digna de ser admirada. Y ese es mi Felipe. Y por eso yo lo admiro. Por el gran corazón que tiene. Sin limites. Por su dedicación. Por su entrega. Porque nunca había conocido a alguien así. Doy las gracias a quien me lo haya puesto en mi camino. Fue él quien me ayudó a salir adelante cuando pensé que todo estaba realmente muy jodido.
En fin. ese es mi Felipe. Mi compañero en las buenas y en las malas. Y aquí va su reportaje. Porque se lo merece. Un reconocimiento a mi F, sus hermanos y su familia. Grande F.

Cuestión de genética

Nunca había oído hablar de la distrofia muscular. Hasta que conocí a Felipe Kohon y me contó la historia de sus dos hermanos muertos. Y de cómo pospuso su vida por ellos. Entonces sentí que su historia superaba a cualquier ficción y decidí convertirlo en el protagonista del relato con el que gané el concurso que todos los años organiza esta revista. Porque su vida da para un cuento. Ésta es su historia real.


Hasta que cumplió doce años, Felipe pensaba que la vida era perfecta: largos veraneos en Cachagua, tardes enteras de juegos con sus amigos de la calle Luis Pasteur y, por supuesto, sus cinco hermanos. Felipe contemplaba la naturaleza y se fascinaba con ella. Era su mundo. Un mundo completo. Hasta que, de un sopetón, se rompió.
“Una tarde, cuando volví del colegio, noté que algo raro pasaba. Mi hermana mayor había traído a la casa una revista que hablaba de la distrofia muscular. Junto al reportaje estaba la foto de un niño que padecía la enfermedad. Era igual que dos de mis hermanos, Luís Alberto, en ese entonces de 14 años y Juan Pablo, de cuatro, con las pantorrillas muy abultadas y el vientre un poco más salido que lo normal. Inmediatamente supe que algo terrible se nos venía encima. La foto no ofrecía duda porque, si bien yo sabía que algo tenían, no comprendía exactamente qué era, ni si era grave o no. En ese instante lo supe y todo cambió. Fue como si, de una patada, me hubieran echado del paraíso donde vivía”.
En cuestión de días, sus padres, aconsejados por el neurólogo que había visto a sus hermanos en Chile y que no había dado con un diagnóstico certero, pues muy poco se conocía de la enfermedad, volaron rumbo a Boston con ellos. Allá, en el Massachussets General Hospital, les confirmaron lo que ya sospechaban: distrofia muscular.
Felipe se quedó en Santiago junto a sus tres hermanas. No preguntó nada. Tenía miedo a la respuesta.
Cuando los padres y los dos hermanos regresaron a Santiago, la energía en la casa era completamente distinta. Una tremenda decepción se había apoderado de ella. Entonces le dijeron que efectivamente sus hermanos tenían la enfermedad de la revista, pero sólo en las piernas. A partir de ese momento, y por un buen tiempo, no se volvió a tocar el tema.


Viviendo con angustia

En menos de dos años, sin que nadie le dijera, Felipe concluyó que sus hermanos estaban condenados a morir. “Recuerdo el momento en que me di cuenta. Mi mamá estaba ayudando a Lucho a ponerse el uniforme. Entonces vi que él no podía enderezarse de la cama. Y supe que la enfermedad afectaba a todos los músculos del cuerpo y que mis hermanos se iban a morir. De chico me gustaron mucho las ciencias, me imagino que por eso pude concluir que morirían. Sus músculos irían perdiendo fuerza y el corazón, en algún momento, dejaría de funcionar”.
De ser un niño valiente, que se subía a lo alto del techo de la casa, escalaba cerros y árboles, Felipe comenzó a sentir miedo. Miedo a enfermarse. Miedo a morir. Todo lo comenzó a somatizar. Cuando entraba al laboratorio de biología de su colegio, la Alianza Francesa, y veía a la lombriz tenia en un frasco, pensaba que la tenía ahí, alojada en su organismo. Cuando se bañaba en el mar y sentía gorgoritos en la cabeza al sumergirse entre las olas, juraba que tenía un tumor cerebral y pensaba que, a duras penas y con suerte, llegaría vivo a marzo.
Al cumplir catorce años y para mitigar en cierta forma el dolor, sus padres decidieron llevar a los tres hermanos mayores –Luís Alberto, su hermana mayor y Felipe- a Europa. Una profunda felicidad se apoderó de él. Pensó en todo lo que conocería. Su padre le transmitía seguridad y poder. Junto a él, nada malo podía pasar.
Un frío intenso invadía las ciudades en el invierno europeo del 74. Fue ahí, arropado como esquimal, en un hotel de Ámsterdam lleno de grandes escaleras, donde Felipe vio a su hermano Lucho caerse. Luego, como si se tratara de una secuencia, las caídas se repitieron en cada lugar que visitaban: Madrid, Paris, Londres. Luís Alberto se caía porque había que caminar mucho. La enfermedad ya estaba avanzando y sus músculos habían perdido una parte importante de su capacidad. Una gran angustia se apoderó de Felipe y no pudo disfrutar el viaje como le hubiese gustado.
De vuelta en Santiago comenzó a sentir culpa de estar sano y la angustia ya no lo abandonó. “Una noche sentí que no podía respirar. Tuve miedo de asfixiarme. Mi madre me llevó de urgencia a la Clínica Alemana. El médico de turno, al darse cuenta de que yo no tenía nada físico, me derivó a un siquiatra, que en dos minutos supo lo que me pasaba. 'Lo que tiene este niño es pena, una gran pena', dijo. Lloré mucho y la sensación de ahogo desapareció. Estaba somatizando la distrofia muscular de mis hermanos”.

Derrotando a la muerte

Cuando cumplió veinte, Felipe ya había hecho de la enfermedad de sus hermanos su propia cruzada. Entre sus estudios de administración de empresas comenzó a investigar y profundizar sobre el tema. En términos médicos, los distintos tipos de distrofia muscular se caracterizan por la poca presencia de distrofina, proteína esencial para el mantenimiento y función de los músculos. Es una enfermedad hereditaria y aún no tiene cura. A veces, no hay antecedentes familiares, como en el caso de esta familia, en que el cromosoma X, que traspasa la madre, sufrió algún tipo de mutación y generó esta enfermedad genética que ataca a los hombres pues las mujeres, al tener dos cromosomas X pueden compensar uno enferma con uno sano. En el caso de Felipe, la suerte y las probabilidades le dieron el cromosoma sano, a diferencia de sus hermanos que recibieron uno mutado. Todo esto me lo explica mientras extrae una carpeta donde ha ido acumulando todo lo referente a la enfermedad.
De tanto que buscó información con médicos extranjeros aprendió a hablar inglés de corrido y aprendió de cardiopatías, alteraciones genéticas, fármacos y efectos secundarios. Más de alguna vez han creído que es doctor. Durante mucho tiempo, leía libros de medicina, llamaba a profesionales extranjeros para averiguar si había algún avance en el tratamiento de la distrofia, se contactaba con kinesiólogos e indagaba en la medicina alternativa, hasta que llegó donde el doctor Pedro Silva, neurólogo de la Universidad de Chile pero que ha dedicado su vida a la medicina naturista, con quien trabajó codo a codo para paliar los síntomas de la enfermedad. Fue así como inventaron un tratamiento con burbujas de aire dentro de una tina para aliviar el trabajo cardiaco y darle un descanso al corazón ya que el las burbujas estimulan la circulación sanguínea y el cuerpo en el agua es más liviano. Fue en aquella tina donde sus hermanos experimentaron horas de alegría y descanso. Felipe quería derrotar a la muerte. Por ellos y por él.
Juan Pablo –Pampi- era el menor y al que más rápido le avanzaba la distrofia. Sus músculos respondían cada vez menos y cuando cumplió 15 años tenía que andar con muletas, la antesala a la silla de ruedas que no tardó en llegar. Para los dos hermanos enfermos.
“Al Pampi a veces lo iba a dejar y a buscar al colegio. Le abría la puerta del auto y él, con mucho esfuerzo, se incorporaba para bajarse. De vez en cuando, lo acompañaba en su trayecto. En silencio. Sentía que cada uno de sus pasos era una conquista y un calvario. Era una sensación de Vía crucis. Cada paso me dolía a mí. Pensaba por qué él tenía que estar pasando por esa maldita enfermedad. Por qué, si era algo genético, yo estaba completamente sano. No encontraba explicación. Aún no la tengo. Fue una ruleta rusa”, me dice.
Luego me habla de esas noches eternas, en los últimos años, en la casa de sus padres, cuando dormía junto a Juan Pablo y lo vigilaba para que no se ahogara. Porque el corazón, al igual que los otros músculos, va perdiendo fuerza y no puede cumplir su función normalmente. Entonces, haciendo el mayor esfuerzo posible, el músculo cardíaco se agranda. Cuando esto ya no es suficiente, comienzan las arritmias, que generan edemas pulmonares. Esto era lo que, constantemente, ahogaba a Juan Pablo.
“La opción de dormir juntos la tomé yo debido a que era el que más entendía de medicina. Las decisiones tenían que ser rápidas y certeras. Muchas veces Pampi se despertaba y me decía que le faltaba el aire. En cuestión de segundos yo tenía que decidir si le administraba un diurético para sacarle el líquido de los pulmones, llamaba a la Unidad Coronaria Móvil o partía directamente con él a la clínica. El mayor susto era equivocarme y que se muriera. Eran noches de estrés y adrenalina para la familia entera. Cuando pasaba la crisis, era feliz de nuevo y sentía que Dios había sido bueno con nosotros y que mi hermano era un héroe que había derrotado a la muerte una vez más”.
A pesar de todo lo que les ocurría, Luis Alberto y Juan Pablo eran alegres y tenían un montón de amigos, muchos de los cuales, Felipe heredó. “Pampi tenía alrededor de quince amigos, todos de su colegio, el Carmen Teresiano. Y tanto lo querían que se turnaban para cargarlo en andas, al punto de que Pampi casi no usaba la silla de ruedas”.
El verano del '91, recuerda, fue toda la familia a Pucón. Luís tenía 32 años y Juan Pablo, 21. Fue un verano inolvidable. “Mis hermanos eran seres iluminados. Nunca se quejaron ni se cuestionaron el por qué de su enfermedad. Su condición física no los disminuía. Eran hombres fuertes. Una vez a Lucho le cauterizaron una zona del corazón para disminuir sus arritmias. Durante el proceso, debía hablar mientras el médico le introducía un cable hasta la zona que iba a cauterizar. Sólo se le administraba un calmante pero era sin anestesia. No tenía susto y el dolor se lo aguantaba. Pampi era igual. Ese verano en Pucón, se le ocurrió que dejáramos rodar la silla de ruedas hasta el agua. Así fue a dar al lago y quedó flotando en la parte honda. Feliz. Otra vez en La Serena, Lucho también se metió al mar con la silla y se puso a flotar. Apenas se le veía la nariz y nos largamos a reír”.
Para mantener su autonomía, el padre de Felipe le trajo a su hijo mayor un auto desde Estados Unidos, adaptado para que pudiera frenar y acelerar sin pedales. A Juan Pablo le compró un auto en Chile y lo acondicionó con un dispositivo que importó, también de Estados Unidos, para que pudiera manejar como su hermano. De esa manera, pudieron viajar y trasladarse con sus amigos. Muchas veces fueron al sur y a la playa. Y conservaron la independencia, que era tan importante para ellos.


La partida

La experiencia más cercana que he tenido con la muerte se produjo hace dos meses cuando murió mi ex marido por un derrame cerebral. Una semana estuvo en coma. Una semana Felipe pasó largas noches en vela, investigando su condición en internet. Con calma, tomó mi mano nerviosa y me llevó a la clínica. Después, al funeral. Felipe lloró conmigo. Por alguien que nunca conoció. Y me enseñó algo tan simple pero que yo no había sido capaz de ver: la vida y la muerta van de la mano. “Tienes que aprender a vivir con este dolor”, me dijo. “Te vas a acostumbrar”. Me enseñó, también, a preocuparme de mis acciones, más que de cualquier otra cosa, y me regaló el Libro tibetano de la vida y de la muerte. El mismo libro que él leyó años atrás cuando falleció Lucho. Felipe me contuvo. Me calmó y me acompañó. Porque eso él lo hace muy bien, sobre todo, en los momentos límite, como aquellos que vivieron sus hermanos con la distrofia que se los llevó.
Juan Pablo murió de un paro cardiorrespiratorio, conectado a un respirador artificial. Durante unas vacaciones familiares en Marbella, en una clínica privada de Viña, hasta ahí lo llevaron luego de una nueva crisis. Era el verano del ’93 y tenía veintitrés años. Felipe todavía no comprende por qué alargaron su agonía durante un poco más de veinticuatro horas, conectado a esa máquina que, a su juicio, es horrorosa. Nadie entendía mucho de la enfermedad de su hermano en esa época. Incluso, recuerda, un médico le dijo que su hermano tal vez podía mejorarse. Él le creyó. Ahora se ríe de aquél doctor y su comentario.
“Con Pampi nunca hablé del momento de su partida. Con Lucho sí hablamos. Quedamos de acuerdo en que yo no permitiría que lo conectaran a nada”. Felipe cumplió.
Luis Alberto falleció ocho años después, igual que su hermano menor: debido a un paro cardiorrespiratorio. A los 42 años, en el dormitorio de su casa en Santiago. Sin máquinas, sin tubos. Con sus hermanos y sus padres. Así como Felipe se lo había prometido. Era junio del 2001.
“Ellos no le tenían miedo a la muerte. Todavía me cuesta mirar sus fotos. Todos los días me acuerdo de ellos. Y me pregunto dónde están”.

Lo haría de nuevo

Felipe siempre me cuenta de Lucho y de Pampi. De alguna manera, siento que los conozco. Y están presentes en la vida de él y de su familia. Así lo veo cuando cuentan sus historias y ríen, celebrando su vida.
Sin dudarlo, me dice que cuidaría a sus hermanos una y otra vez. “Nadie me pidió que lo hiciera. También estaban mis padres, mis hermanas y Pascual, la persona que llegó a la casa para ayudar a Lucho en los quehaceres diarios y que se convirtió en su gran amigo. Todos ayudaban. Yo hice mi parte porque así lo quise. El dolor de ellos fue mío, el miedo de ellos fue mi miedo y quise tomar un pedazo de ambas cruces y ayudarlos a cargarlas. El miedo lo manifesté durante mucho tiempo a través de ataques de pánico que ahora he aprendido a controlar”.
Mientras riega las plantas que ha hecho crecer en nuestro balcón, me confiesa que la compasión y el respeto, tanto por la gente como por el medio ambiente, es lo más importante para él. Felipe no tolera el plástico y siempre evita usarlo, adora hacer yoga y cuidar a los animales, cualquiera que éste sea. Aunque vegano no es, porque es capaz de comerse un kilo de queso al día. Al preguntarle qué fue lo que aprendió con la muerte de sus hermanos, sin dudarlo, me responde que a ser compasivo y tomar el dolor ajeno como propio. Después me dice que hay cosas de él que la gente todavía no entiende, como por ejemplo, que a los 46 años aún no se haya casado. “No pude estructurar un plan de ruta como lo hace todo el mundo: estudiar, trabajar, casarme a los treinta años y tener hijos. No pensaba en mí. No tenía planes para el futuro. Tuve varias pololas, pero al final se terminaban aburriendo porque mi vida giraba en torno a mis hermanos. Pero no me arrepiento. Ahora tengo tiempo para mí y para hacer lo que no hice antes”.
Al acompañar a Lucho en su lecho de muerte, Felipe pudo entender lo que leyó alguna vez en el Libro tibetano de la vida y de la muerte: que asistir a alguien en su muerte es darle amor y compasión. Se trata de hacer todo lo que esté en nosotros para aliviar el sufrimiento del otro. “La otra enseñanza que me queda es que hay que hacer algo para dar cabida a las familias que viven la distrofia muscular y enseñar de qué se trata esta enfermedad. Pienso que todos los integrantes de la familia necesitan un apoyo multidisciplinario. Es fundamental”, me dice Felipe. Y yo pienso que si no me hubieran invitado un domingo en la tarde que nada prometía a ese asado en la casa de una amiga, no lo hubiera conocido y estas líneas jamás hubieran sido escritas. En memoria de esos hermanos que no conocí. Y en reconocimiento a Felipe y a sus padres. Por su entereza, su fuerza y su gran amor.

sábado, 21 de junio de 2008

carpe diem

Anoche estaba haciendo zapping. Y me encontré con una película que no veía hace muchos años, pero fue mi película favorita en mi adolescencia. The dead poet society o la sociedad de los poetas muertos. Años después, casi veinte, mi padre gringo, Phil, todavía recuerda mi frase favorita de aquella época cuando yo estuve de intercambio por un año en su casa de Kansas City, Kansas: Carpe Diem.
Cuando hablé por teléfono la última vez con ellos, en enero de este año, me la recordó.
Y es que se nos olvida lo rápido que pasa todo esto. Lo cambiante que es. Lo fugaz de todo este cuento donde nos pusieron.
A veces se nos olivda, pero yo lo tengo muy presente, somos cadáveres andantes. Y nadie se salva de eso. Todos, absolutamente todos nos vamos a morir algún día. Tal vez la próxima señana, el otro año o en treinta años más. No nos damos cuenta. No nos gusta pensar en eso. Le hacemos el quite al tema. "Pobrecito que se murió", pensamos cuando alguien se va. Pero no captamos que ese pobrecito que se fue, el día de mañana vamos a ser nosotros. Y otra persona dirá, pobrecito...x nuestra partida. Y el mundo seguirá girando. Pero sin nosotros acá.
Yo lo pienso siempre y miro en la calle a todos caminar muy seguros de si mismo y pienso que son cadáveres, que son almas reencarnadas en ese cuerpo y que en cualquier momento, estarán tiesos como una piedra, fríos como un cubo de hielo. Muertos.
Esta película, con Ethan Hawke en su máximo estado de pureza y juventud y con Robbie Williams en un gran papel, como casi todos los que le conozco, habla de eso. Habla de la vida, de la muerte. De aprovechar cada día, de seguir nuestros ideales. De no seguir el rebaño sólo porque tiene que ser así. De ser distintos si así lo queremos. Lo que es normal para el vecino, no tiene que ser precisamente normal para mí.
Habla de lo transitorio que es todo este circo.
Como dice Felipe: todo esto es una ilusión. Y tal vez tenga razón.
Por lo menos, cuando yo no esté más acá, que no sé cuándo será, quedará este blog como recuerdo de mi pasado x esta tierra....quedarán mis cuentos...quedará el libro que estoy escribiendo....quedará el reportaje que le hice a Felipe y que salió hoy en la revista Paula....y quedarán, en términos biológicos, los hijos que voy a tener que serán, en cierta medida, una extensión de mi.
Quizás ahora plante un árbol.....

viernes, 13 de junio de 2008

Reflexiones

Hoy me hice terapia de imanes. Y quedé muerta de sueño. Tal vez son los imanes que están haciendo efecto. O tal vez soy yo que sólo tengo sueño. Porque siempre tengo sueño. Tampoco es la tremenda novedad. Sin embargo, nunca duermo en el día. Porque si lo hago, siento que estoy perdiendo el día. Y yo, si algo que no quiero, es perder mi día.
Estoy de vuelta en Santiago. Lo que significa que retomo mi novela. Fue bueno dejarla decantar. Porque ahora la reviso con otra perspectiva. Siempre es bueno dejar decantar las cosas y verlas desde otro ángulo.
También retomo el último libro que me compré. Uno de cuentos. De Raymond Carver. Que gracias a mi amigo y colega periodista y escritor Esteban, se ha vuelto mi favorito. Me encanta como escribe Carver. Al hueso. Sin rodeos. Sin clichés. Sin recovecos. Frases cortas. Que dicen mucho, pero sin decir nada. Interesante.
También estoy re-leyendo Tokio Blues. Gran libro. Lo releo para inspirarme en mi propio libro. Me encantó esa novela- por eso mi blog se llama Santiago blues, x si no se habían dado cuenta-. También me la recomendó Esteban. Notable. Notable Esteban que tiene 24 años y ha leído más de lo que yo leído en toda mi vida, y notable el libro de Haruki Murakami. Y a veces, para inspirarme aún más, veo Lost in translation. O Perdidos en Tokio. Será que tengo algo con Japón?
Algún día pienso visitar ese país. Por segunda vez. Porque ya fui cuando tenía doce años. Fui con mi familia. Y recuerdo haber ido a Tokio Disneyland (sólo tenía doce años, no esperen más). También recuerdo los templos y los cucharones donde se tomaba agua de una fuente en esos mismos templos. Notable los japoneses. Tokio es increíble. Me impactó la comida. En esa época yo no conocía los sushi. Y la comida la encontré toda muy freak. Por lo que, obviamente, no comí nada.
Japón es un país al cual quiero volver. Pero ahora de grande. Allá tengo a mi amiga Takako. Gran amiga. Nos conocimos en St. Louis. Y todavía nos escribimos. La verdad es que mantengo contacto con todas mis grandes amigas que hice en Estados Unidos. Siempre. Algún día nos volveremos a ver. Tal vez en Tokio. Quién sabe. Lo cierto es que las extraño. Así como también extraño la ciudad de St. Louis. Y mi barrio en The Loop. Y el arco gigante que da la bienvenida al midwest. Y el señor libanés de al frente de mi departamento que vendía unos falafel sandwich deliciosos.
A Felipe no le gusta Estados Unidos. Él prefiere europa. Como estudió en la Alianza Francesa se cree francés. Aunque de francés no tiene nada! Ojalá algún día pueda ir con él y presentarle a mis padres de intercambio. Aunque tal vez me vengan a visitar a Chile este año. Ellos son mi familia extendida. Y nos llamamos por teléfono. Y nos mandamos mails y nos extrañamos.
Por mientras, mientras llegan los gringos, mientras voy a Tokio, mientras viajo a Paris con Felipe, voy a escribir mi novela. Aún no paso las ochenta páginas porque ha estado en pausa. Pero ahora me voy con todo. Porque tengo mucho que escribir. Mucho que contar.
Porque a veces, la realidad supera con creces la ficción.
Cambio y fuera.

martes, 10 de junio de 2008

otra vez en conce

Estoy en Concepción porque a mi papá lo operaron de nuevo. Y no sólo una vez si no que tres veces en menos de un mes. La primera operación fue a principios de mayo. Le pusieron una válvula en la cabeza. Y fue todo un éxito- o al menos eso fue lo que pensábamos- sin embargo, el éxito duró veinte días porque la válvula super ultra moderna, se echó a perder. Entonces mi papá se empezó a sentir mal y muy mal. Por lo que el doctor lo metió a pabellón de nuevo para destapar el líquido que se había acumulado y programar la válvula nuvamente. Al día siguiente se dieron cuenta que nada de esto había funcionado...por lo que....a pabellón de nuevo a sacarle la válvula y ponerle otra. En menos de 24 horas. Yo estaba en Santiago. Nerviosa que ni les cuento. Hasta que tomé un avión a Conce. Ya llevo cinco días acá y mi papá sigue en el hospital. Mejor ahora. Recuperándose. Al parecer lo dan de alta mañana. Si yo pudiera hacer algo más por él aparte de irlo a ver, lo haría. Pero no es mucho más lo que puedo hacer. Me produce impotencia ver a mi papá de 74 años enfermo y no poder ayudarlo más. Ver a los padres de uno envejecer y ponerse enfermos, es realmente muy pero muy triste. Por eso, lo único que me queda x hacer es darle mucho cariño que es lo que estoy haciendo y claro, un nieto. Eso me gustaría! Estamos haciendo todo lo posible para que venga rápido el angelito. Por mientras, disfruto y practico con mis sobrinas que están más deliciosas que nunca. Es un amor que siento x ellas que no podría explicarlo. Me supera!
De mi libro, ni hablar, con todo esto no he escrito ni una línea pero sí pienso en eso constantemente pues las ideas no paran. Casi siempre por las noches, cuando estoy a punto de dormir, comienza a funcionar la maquinita. Por lo menos, ya tengo varias cosas que contar en distintos capítulos. Es cosa de traspasarlas al papel. El libro va bien y es bueno dejarlo reposar. Lo estoy escribiendo con toda la energía. Así como escribí el cuento con el que gané el concurso. Mentalizada.
Yo me quedo en Concepción unos días más. Y estoy agotada. Porque es agotador cuando alguien de la familia se enferma. Al final todos terminan un poco enfermos.
Felipe, el santo, vino a acompañarme. Como él entiende tanto de medicina me gusta que me acompañe y hable con el doctor y haga todas las preguntas del caso. Hace ya casi dos años que nos conocemos y es increíble el vuelco que ha dado mi vida desde que mi ex se fue de la casa y lo conocí a él. Han pasado tantas cosas que el otro día hablaba con mi amiga Pía y nos preguntábamos que más nos podía pasar!!!! A ella le ocurrío algo parecido. Su ex marido falleció. Y cuando esto ocurrió yo no lo podía creer. Años después, se repitió la misma historia. Pero conmigo. La Pía tenía un foto de Juan en su casa. Y me hablaba mucho de él. Yo pensaba que estaba media loquita...jajajaj....Aunque con el tiempo comprendí que era normal. Yo tb tengo muchas fotos de mi ex marido. Y no hay día en que no me acuerde de él. Ni uno. Aprendí a perdonarlo. Desde que murió. Y a hacernos amigos nuevamente. Ya lo dije una vez, pero me ayudó mucho el libro que me regaló Felipe: el libro tibetano de la vida y de la muerte. Me ayudó para cuando murió Andrés. Y también ahora que mi papá está enfermo. Y para todo lo que me ha pasado después.
Cuando voy al hospital me acuerdo de él. Cuando operaron a mi papá me acordé de él. Cuando me operaron a mi me acordé muuucho de él. Cuando voy a la CLC me acuerdo muuuucho de él.
Así como mi amiga Pía tiene a Juan siempre presente.
Y también espero tener las mismas recompensas que la Pía ha tenido!!! Una cosa chiquitita y preciosa que lo veo siempre x camara web porque él es todo un italiano. Y de grande será un actor de tanto que lo ponen frente a la cámara!!!